Aceptarse a uno mismo
Hace un tiempo circulaba por la red un vídeo en el que se mostraba un pequeño experimento social que había realizado una agencia publicitaria. En él se había seleccionado a un grupo de padres y a sus hijos, de entre cuatro a nueve años aproximadamente. Se les sentaba por separado y se les hacía una única pregunta. ¿Si pudieras cambiar algo de ti, qué es lo que cambiarías? Prácticamente todos los adultos contestaron con respuestas del tipo: “mi nariz, creo que es un poco grande; mis caderas, son demasiado anchas; me gustaría ser un poco más alta; mis dientes porque creo que están poco alineados; mi barriga, la tengo muy blanda, etc.” Ante la misma pregunta algunos de los niños respondieron diciendo que no querían cambiarse nada, que estaban bien tal cual eran. Otros simplemente no sabían qué contestar, no parecían entender muy bien la pregunta, ¡no se les ocurría qué podían cambiar de ellos mismos! Un tercer grupo de niños sí que querían introducir algunos cambios y dieron contestaciones del tipo: “me gustaría tener una cola de sirena; yo quisiera tener alas; quisiera tener dos piernas más para correr como los caballos; etc.”
Cuando Fritz Perls, fundador de la Terapia Gestalt, escribió en uno de sus libros que “un elefante nunca tendrá que acudir a la consulta de un psicoterapeuta porque nunca se pedirá ser una jirafa”, ya estaba señalándonos uno de los factores determinantes que lleva a la gente a la consulta del psicólogo, a saber, la falta de aceptación incondicional que mostramos hacia nosotros mismos. Se desprende con facilidad de esta cuestión que una de los elementos principales de la salud mental y el equilibrio personal es, justamente, el mostrar una actitud de aceptación y respeto profundo hacia nuestra persona.
Pero claro, los seres humanos, a diferencia de los elefantes, poseemos una capacidad cognitiva, una conciencia que nos permite establecer diferencias entre cómo somos y cómo pensamos que deberíamos ser, entre cómo nos comportamos y cómo creemos que deberíamos hacerlo, incluso entre lo que sentimos y lo que intuimos que sería correcto sentir. Esta capacidad cognitiva a la que hago referencia sin duda alguna, como toda moneda, tiene su cara y su cruz. Su cara, que la toma de conciencia acerca de la diferencia entre cómo uno es y cómo cree que debería ser puede promover en la persona una lucha digna que le ayude a superarse a sí mismo. “Cuando la lucha de un hombre comienza dentro de sí, ese hombre vale algo”, escribía el poeta inglés Robert Browning. Su cruz, que esta misma conciencia y anhelo de superación puede llevar al hombre a una lucha que, lejos de dignificarlo, tienda más bien a esclavizarlo.
¿Qué es lo que hace entonces que la toma de conciencia de esta dualidad, lo que soy y lo que me gustaría o creo que debo ser, se convierta en un acicate para el desarrollo personal o en un azote para nuestro bienestar? Pues la existencia o no de una actitud de aceptación incondicional y respeto en relación a todos y cada uno de los aspectos que conforman nuestro ser, ya que como señala el psicólogo M. Hammer «el sufrimiento psicológico se inicia con la primera ocasión en que no respetamos o rechazamos en nosotros cualquier cosa intrínsecamente real».
Así pues, es fundamental para nuestra estabilidad emocional que aprendamos a tomar conciencia acerca de nuestra individualidad y que mostremos atención, miramiento, consideración y deferencia por todas y cada una de las facetas que nos definen como persona: nuestro cuerpo físico, nuestros sentimientos y emociones, nuestros pensamientos, valores y creencias, así como nuestros hábitos y comportamiento en general. Mantener una actitud de aceptación incondicional hacia nosotros mismos es la mejor forma de mostrarnos el respeto que como personas merecemos. Se trata de que demos cabida enteramente, con la mente y el corazón, a cada una de las particularidades de nuestro ser, principalmente a aquellas que en un principio puedan no resultarnos agradables.
Y es justamente aquí, en todos aquellos aspectos de nuestro ser que nos resultan desagradables, feos, ridículos, malos, perniciosos, o como queramos llamarlo, donde nos resulta más complicado aceptarnos incondicionalmente, pues nos preguntamos: ¿cómo voy a mirarme en estos aspectos de mi vida con miramiento, cariño y respeto cuando es obvio que me están trayendo tantos problemas? ¿Cómo voy a aceptar incondicionalmente, por ejemplo, mi impulsividad, que me está acarreando tantos problemas con la comida, o mi timidez, la cual me está impidiendo tener unas buenas relaciones sociales, o mi mal genio, que me está generando muchos conflictos con mi pareja? Y nos resulta complicado aceptarnos en estos aspectos porque no entendemos la diferencia que existe entre aceptar incondicionalmente una realidad y resignarse ante ella. La aceptación es un punto de parada y también de partida, es un alto en el camino para poder moverse en otra dirección. Es un acto de valor y predisposición a la acción y al cambio. La resignación, por el contrario, es una muestra de impotencia, sometimiento y claudicación ante la vida.
Escribió el psiquiatra Arnold Beisser en lo que se conoce como su “Teoría Paradójica del Cambio”. La paradoja consiste en que mientras más uno trata de ser lo que no es, el impulsivo quiere ser reflexivo, el tímido desea convertirse en extrovertido, el iracundo lucha por transformarse en una persona tranquila, más permanece igual. Sin embargo, al abandonar la lucha por ser otra cosa, es justamente cuando, y paradójicamente, se produce el cambio: el impulsivo va pensando un poco más antes de actuar, el introvertido se va abriendo paulatinamente en sus relaciones y el iracundo va mostrándose con más tranquilidad cuando algo le perturba. Sólo la empatía y el respeto por nosotros mismos nos permiten ir dando alcance progresivamente a nuestros objetivos de cambio.
Querer cambiar en sí mismo no es ni bueno ni malo, depende de desde dónde nazca el impulso que nos mueve a ello, si del rechazo o de la aceptación incondicional de lo que ya somos. En el primer caso, cuando queremos cambiar partiendo del rechazo de lo que somos, o de algún aspecto de nuestra realidad, partimos de una mala base y estamos casi seguro abocando el intento al fracaso. En el segundo caso, cuando lo que promueve nuestro deseo de cambiar parte de la aceptación y el respeto por quienes somos, así como del anhelo de superación y mejora de nuestras vidas, encontramos la fuerza necesaria para conseguir el cambio que deseamos. Esta es la situación de los niños de nuestra historia. Quieren una cola de sirena, unas alas de pájaro o unas patas veloces como las de un caballo, no porque no se acepten incondicionalmente a sí mismos, no porque no estén conformes con sus cuerpos, sino por el ansia de bucear por la profundidad del mar, por el anhelo de volar libres como un pájaro o por el placer de galopar veloces como el viento.
“El cambio se produce cuando la persona se convierte en lo que es, y no cuando trata de convertirse en lo que no es”,
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