Vivir el presente

Sergio
11/21/2024

Uno de los principios más importantes que los grandes sabios y maestros espirituales de oriente han incorporado en su proceder diario como forma de alcanzar una existencia más plena, ha sido el de mantener una mente centrada en el momento presente. Su planteamiento es el de tratar de vivir una vida en pleno contacto con el aquí y ahora, sin dejarse arrastrar por la tendencia habitual de la mente hacia, por una lado, un rumiar una y otra vez experiencias del pasado y, por otro, un fantasear constantemente acerca de los acontecimientos del futuro.

Es una obviedad decir que la vida sólo existe en el momento presente, que nadie puede vivir ni en el pasado ni en el futuro, que toda nuestra vida se desarrolla en un presente continuo. Pero si bien esto es cierto, no lo es menos el hecho de que gran parte de nuestra existencia la pasamos orientados psicológicamente, bien hacia el pasado, bien al futuro. Me refiero aquí a orientaciones que resultan disfuncionales o problemáticas, puesto que el acto en sí de recordar o anticipar, por sí mismos, no son perniciosos, todo lo contrario, son facultades extremadamente útiles para el ser humano. Veamos pues algunos de esos casos en los que pueden llegar a ser perjudiciales. Respecto del pasado hablaremos, brevemente, acerca de las añoranzas y las inculpaciones y, en relación al futuro, lo haremos acerca de las preocupaciones y las expectativas, siendo en estas últimas, en las expectativas, donde nos centraremos mayormente.

Una de las formas nocivas en la que nos orientamos psicológicamente hacia el pasado es a través de las añoranzas. Se trata de un intento por re-vivir, es decir, volver a vivir, momentos agradables que ya pasaron, de volver a experimentar  aquellos sentimientos que una vez tuvimos. Y esto en sí no es nada malo, el problema surge cuando existe una relación según la cual, a peor estamos aquí y ahora, más tendemos a irnos allí y entonces, de suerte que irnos allí, al pasado, añorar, es una forma de evitar estar aquí. Cuando esta forma de proceder se convierte en un estilo de afrontamiento ante las situaciones difíciles, cuando la respuesta habitual que damos es un recordarnos constantemente lo que perdimos y que ya no tenemos,  el resultado que conseguimos es, lejos de volver a vivir las mieles del pasado, comenzar a vivir las hieles del presente en forma de tristeza.

Otro proceder por medio del cual también vivimos orientados psicológicamente hacia pasado de forma insana, es a través de una forma particular de autoinculpación. Veámoslo con un ejemplo. Un joven estudia una carrera determinada y cuando la acaba y se encuentra con dificultades para encontrar trabajo, comienza a decirse que no debería haber estudiado una carrera con tan poca salida profesional, que debería haber estudiado tal otra, etc. De nuevo aquí puede ser ésta una acción sana o no. Si este pensamiento es puntual y lo utilizamos para sacar una conclusión y aplicar el aprendizaje en el momento presente, es decir, aprender de la experiencia, fenomenal. El problema viene cuando nos quedamos anclados en la inculpación y no conseguimos extraer el aprendizaje de dicha experiencia. Como dice el refrán, agua pasada no mueve molino, es decir, es un ejercicio estéril y agotador. Además, al igual que en el caso anterior, es una forma de evitar mirar de frente al presente y afrontarlo con resolución. Podemos decir que, cuando esta forma de proceder se  convierte en un estilo de afrontamiento consistente, el sentimiento que conseguiremos experimentar será, casi con toda seguridad, el de culpabilidad.

Una de las formas más comunes que existen de orientarse mentalmente hacia el futuro es a través de las preocupaciones. Pre-ocuparse es ocuparse de algo antes de que ocurra. De esto saben mucho los padres. Cuando los hijos comienzan a salir de casa y a aventurarse en el mundo, ellos tienen una cierta predisposición a anticipar todo tipo de posibles problemas. Hasta que los hijos no llegan por la noche a casa y se meten en la cama, no descansan, suelen decir. Mientras el hijo está fuera la mente de los padres es un hervidero de imágenes un tanto catastrofistas. Aquí también podemos encontrar una función sana y una insana. Si la anticipación del posible problema nos lleva a tomar medidas por anticipado que puedan paliar los posibles efectos nocivos del mismo, pues hemos conseguido reducir los riesgos. Ahora bien, si lo que hacemos no es más que darle vueltas una y otra vez a lo que tememos que suceda, lo que estamos consiguiendo no es más que torturarnos a base de re-vivir una y otra vez el posible suceso. La frase preferida de estas personas es la de: “y si…” Por ejemplo, “y si… se sube con alguno que vaya bebido y tiene un accidente”. Aunque este “y si…” es un planteamiento probabilístico, el hijo puede o no que tenga ese accidente, el planteamiento encierra un mensaje oculto, una afirmación catastrofista: “casi estoy seguro de que se va a subir y va a tener ese accidente”. En este caso, cuando este proceder se convierte en una regla de funcionamiento, los sentimientos más habituales que logramos experimentar son los de la angustia, la ansiedad y el miedo. Una vez trabajé con un paciente que estaba intensamente pre-ocupado por cómo iba a manejarse en una primera cita con una mujer. Cuando le pregunte cuándo había quedado con esa mujer, me dijo que no había quedado con ninguna, pero que le preocupaba muchísimo.

Finalmente tenemos, como otra forma de orientación hacia el futuro, el proceder que realizamos cuando nos movemos guiados por nuestras expectativas. Aunque todos sabemos qué es una expectativa, refrescaremos la memoria diciendo que es una forma de anticipación que realizamos acerca de lo que creemos o deseamos que acontezca en el futuro, normalmente en relación al comportamiento de una persona, de un grupo, o de una determinada realidad. En muchas ocasiones, cuando las expectativas las construimos en referencia a una persona, acaban tomando la forma de fuertes exigencias implícitas. Luego, cuando la realidad no se ajusta a nuestras expectativas, cuando esa persona no se comporta como nosotros deseábamos, el sentimiento que solemos experimentar es el de la decepción y la frustración. El grado de intensidad de estos sentimientos dependerá fundamentalmente de dos factores. Por un lado del desajuste que percibamos entre nuestras expectativas y la realidad con la que nos encontramos. Por otro, de la importancia que para nosotros tenga eso que esperábamos. A mayor desajuste encontremos con nuestras expectativas y mayor sea la importancia que tenía para nosotros, más decepcionados y frustrados nos sentiremos. Al igual que en los casos anteriores, tener expectativas no es nocivo en sí mismo, el problema viene cuando acabamos estando más centrados en ellas que en la realidad con la que nos encontramos, cuando acabamos viéndonos únicamente a nosotros, a nuestras expectativas, y no a la persona que tenemos enfrente. Veamos un ejemplo.

Hace un par de días tuve la oportunidad de ver un reportaje muy interesante acerca de unos padres que eran los entrenadores de sus hijos. Los niños eran unos fuera de serie en diversos deportes: tenis, golf, boxeo, etc. Estos padres los habían sacado del colegio, les habían puesto profesores particulares y habían transformado parte de sus casas en auténticos gimnasios. Los torneos a los que los llevaban eran campeonatos nacionales y mundiales de su edad. Algunos de estos padres habían dejado su trabajo, habían pedido prestamos al banco para sufragar los gastos de estos viajes, lo habían arriesgado todo para que su hijo fuese el número uno del mundo. De todos estos casos, me impacto sobremanera un padre que le preguntaba a su hijo, un golfista de doce años: ¿qué opinamos de los segundones? Y los dos a la par hacían un gesto de asco. En el campeonato mundial este niño quedó el cuarto. Al finalizar el campeonato no quería, ni podía, acercarse a su padre. Creía que lo había decepcionado y que la frustración de su padre era resultado de su mala actuación en el campeonato, si se me permite decir que un cuarto puesto en un campeonato mundial es un mal resultado. El padre no era consciente de que se había creado unas expectativas tan altas, que su mismo proyecto se había transformado en una bomba que le había explotado en sus manos. No era el niño quien lo había decepcionado, era él mismo quien se había decepcionado al crearse unas expectativas tan altas y, dar por sentado, que era obligación del niño satisfacerlas, adecuarse a sus necesidades y deseos.

Cuando comienzo a impartir un curso al principio les pido a los asistentes que se presenten y me digan qué es lo que esperan del curso y de mí. A veces, cuando hay varios miembros del grupo que me dicen que tienen buenas referencias sobre mi trabajo y que tienen por ello depositadas en mí muchas expectativas, les pido muy amablemente a todo el grupo que escriban todas sus expectativas acerca de mí trabajo en un folio. Cuando lo han hecho me levanto, pongo una papelera en mitad de la sala, y les pido, por favor, que sean tan amables de tirar sus expectativas a la basura. Les digo que lo único que puedo garantizarles en ese momento es que lo que vayamos a vivir en ese encuentro será, con toda seguridad, en un sentido u otro, distinto a lo que ellos esperan. Les invito después a que asistan al taller tratando de estar lo más libre posible de deseos, expectativas, prejuicios, etc. que se permitan descubrir la experiencia sobre la marcha, sin forzar la realidad en ningún sentido, permitiendo que acontezca todo de forma fluida. Eso no quiere decir, en absoluto, y aunque parezca contradictorio, que nos olvidemos de nuestras expectativas. Se trata de que seamos conscientes de ellas y que decidamos qué sentido darles. Déjame que te cuente una historia que quizás te ayude a entender mejor lo que quiero decirte.

“Se trataba de un hombre que nunca había tenido ocasión de ver el mar. Vivía en un pueblo del interior de la India. Una idea se había instalado con fijeza en su mente: “No podía morir sin ver el mar”. Para ahorrar algún dinero y poder viajar hasta la costa, tomó otro trabajo además del suyo habitual. Ahorraba todo aquello que podía y suspiraba porque llegase el día de poder estar ante el mar. Fueron años difíciles. Por fin ahorró lo suficiente para hacer el viaje. Tomó un tren que le llevó hasta las cercanías del mar. Se sentía entusiasmado y gozoso. Llegó hasta la playa y observó el maravilloso espectáculo. ¡Qué olas tan mansas! ¡Qué espuma tan hermosa! ¡Qué agua tan bella! Se acercó hasta el agua, cogió una poca con la mano y se la llevó a los labios para degustarla. Entonces, muy desencantado y abatido, pensó: “¡Qué pena que pueda saber tan mal con lo hermosa que es!”

Sería hermoso que nos diéramos la oportunidad de permitirnos  descubrir el océano en su esencia, sin forzarlo en ningún sentido, asintiendo a él, a su salubridad, con total aceptación, y que también pudiéramos, al mismo tiempo, utilizar nuestras expectativas como una forma de descubrir nuestros deseos: “me doy cuenta, gracias a este océano salado, de la importancia que tiene para mí tener agua potable para poder beber. Reconozco que necesito un río de agua fresca para saciar mi sed, pero no por ello a este mar le sobra la sal. Esta actitud nos permitirá disfrutar del surgimiento de una relación con el mar, con la vida, con las personas, más espontanea y limpia, libre de exigencias y prejuicios. Sería triste que llegáramos a vivir toda una vida al lado de nuestros seres queridos esperando a que se conviertan en “agua potable”. Ramiro Calle concluye esta hermosa historia, el cuento está tomado de un libro suyo, diciendo: “la forma de liberarnos de estas decepciones, es esperar sólo aquello que ocurre”.

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